Antes de nada, hay que preparar el sofrito.
Coja fotos de su infancia o de la de sus hijos, recuerde los motivos de cada sonrisa (sirve también cualquier otra etapa de su vida)
Observe los pequeños elementos decorativos o útiles que tiene cerca y que le hacen sonreír cuando los mira. Ya sabe, el muñeco horrible que salió en un Roscón de Reyes y casi le parte un diente al tonto de su cuñado, la caja que le regalaron cuando cumplió 17 años...
Coja su agenda de teléfonos (el móvil sirve) y lea cada nombre y párese con los que sonría y corra con los que no.
Si es hora, dese un capricho alimentario (sólido o líquido), pero un poquito nada más no se vaya a empachar.
Luego salga a la calle. Fíjese en la gente. Fíjese en los ancianos. Fíjese en los adultos. Fíjese en los jóvenes. Fíjese en los niños. Fíjese en todos y cada uno.
Ahora fíjese en los animales. El canario enjaulado en el balcón de la izquierda y el perro que acompaña al señor mayor. No se olvide del gato callejero que salta entre los arbustos. Y no deje de fijarse en las personas.
Ahora añada los edificios. Los relieves, las formas, los materiales, las decoraciones tan personales de las casas, fíjese bien en todo.
Se dará cuenta de que es imposible. No puede mirarlo todos con atención. Siempre algo se escapa.
Si todavía no ha encontrado una sonrisa, una expresión, una situación, una imagen, en definitiva, que le haya permitido recuperar la esperanza, siga buscando, debía tenerla el tipo en el que no se ha fijado.
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